Bajo tierra, en el propio andén me protejo de las mañanas frías que se irán acercando según pasen los días. Es la misma hora de todas las mañanas y suelo encontrarme día sí día también a la misma gente con cara de bostezo. Yo también soy una cara de bostezo, hoy y mañana y pasado. El contador que va marcha atrás y nos dice el tiempo que falta para coger el metro pone el cartel amarillo leído tantas veces que ya sólo poso los ojos en él sin leerlo porque lo hago mentalmente de memorieta y carrerilla como cuando cantabas a la maestra la tabla de multiplicar del 6. La gente se arremolina junto al andén y el sonido del tren se va acercando con su sonido de marcha suave. Llega pronto. Se para. Bajan pocas personas en esta parada y subimos muchas. Afortunadamente no es una hora punta con lo cual tengo mi espacio vital que es lo único que exijo en este medio de transporte.
La luz es fuerte y el silencio abrumador. La gente cabecea a ratos, leen los periódicos gratuitos, observa, mira al andén y todos callan. Yo lo agradezco, aún no son horas para tener bullicio. El tren se pone en marcha y dejo atrás mi estación azul. Empiezo un nuevo día.
La luz es fuerte y el silencio abrumador. La gente cabecea a ratos, leen los periódicos gratuitos, observa, mira al andén y todos callan. Yo lo agradezco, aún no son horas para tener bullicio. El tren se pone en marcha y dejo atrás mi estación azul. Empiezo un nuevo día.
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